libro_recuerdos_de_mi_tierra

La tierra ha existido desde un inicio, pero también dicen que la tierra apareció después del fuego.

Cuentan las historias de una gran lluvia que cayó día y noche sin parar. Llovió y llovió, pero tanto llovió que los ríos se salieron de sus cauces, los lagos de sus orillas y el mar de sus playas, éste se embraveció y arremetió contra las las rocas y los acantilados que le impedían vaciarse sobre la tierra y devorarla. Dicen que desde siempre había una enconada discordia entre la tierra y el mar; que a veces el hombre está indistintamente del lado de uno de ellos, aunque ama a los dos, porque el hombre ama todo lo que es misterioso, el arcano lo atrae, lo forma. Además el cuerpo del hombre está hecho de tierra, agua, viento y luz. Por eso narran los antiguos que Dios hizo al hombre de barro y a su semejanza. Y Aquél es Creador, Luz y Espíritu, y el hombre va por estos caminos.

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escolares

(Algo parecido a un cuento)

Sonó la campanilla. A formar, decían, a formar. Las niñas corrían por allá, los chicos por aquí. Todos, todos se apresuraban para estar en el lugar donde les correspondía. Habían visto a la directora con su rostro serio y su vestido oscuro. No tenía los lentes con que salía al patio del recreo para vernos cómo jugábamos. Bah! tanto miedo. No sé si será miedo porque nos puede llamar a su oficina donde nos resondra, o porque nos deja parados en el patio durante las primeras horas, en pleno sol; y ahora que está haciendo una calor maldita; hay que tener cuidado con esto de los rayos UV grado 15 que son unos rayos terribles, terribles; tal vez, los mismos demonios ya que nos causan cáncer a la piel; y, según leí por ahí, porque aunque no me quieras creer, yo leo, Peluchito, leo mucho; porque mira tú ¿qué hay que hacer en las tardecitas, cuando ya cumplimos con las tareas escolares? ¡Nada!, y yo me pongo a repasar algunos apuntes de la clase y me pongo a pensar (¡alguna vez!, me dirás, bandido) y recuerdo lo que nos hablaban los profes.

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camino

(Un cuento de la tradición del olvido)

Se llamaba Eleusis Salvatierra. Lo conocían porque era bueno con todos y más aun con los débiles, a quienes defendía contra aquellos que querían hacerles daño. Protegía a las avecillas del campo y cultivaba flores, unos claveles traídos del ensueño y unas gardenias blanquísimas como la ternura. Tenía en su huerta las rosas más hermosas de todo el valle sureño. Sabía injertar como nadie. Su mano era prodigiosa: planta que trasplantaba, planta que desarrollaba plena. Siembra que efectuaba; lo hacía ya con su cosecha abundante. Amaba la tierra, el agua, el sol, la vida al aire vasto; el campo era su piel, sus ojos, su tacto, su risa.

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Un muchacho sencillo

La tierra estaba dura, casi pétrea, con costurones blanquizcos donde agonizaban arbustos, cardos, cactus… La sequía estaba dejando los campos, antes fértiles, como desiertos inacabables. ¿Cuánto tiempo de esta calamidad insufrible? Habían transcurrido nueve años, y parecía una eternidad. En el pueblo, la gente desesperaba; no sabía qué hacer. Algunas familias habían decidido irse a otras tierras. Pensaban que era la única manera de superar la desgracia que les había caído como una maldición. Pero, al llegar el décimo año, la decisión de salir del pueblo se volvió un imposible o una tragedia. No se sabe cómo ni cuándo se habían ido incubando terribles seres que aparecieron con sus cuerpos y rostros deformados por una sonrisa purulenta de odio. Surgieron de alguna sombra maldita y cruzaron las calles polvorientas de aquel casi agónico pueblo, y arrastrando sus poderosas patas fueron dejando sinuosas marcas por los cuatros caminos que tenía el pueblo. Se dirigieron hacia los cuatro puntos cardinales.

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el encantador de serpientes

Apareció una mañana por esa calle, la de La Burbuja. Vestía traje raído y de color indefinido; color que el sol había borrado con la insidia de su diaria trashumancia. Cubría su cabeza un sombrero de amplias alas que caían torcidas sobre la frente, las orejas y la espalda. Una larga cabellera canosa, donde la brisa escondía sus secretos. De sus hombros, se descolgaba un sencillo morral. Llamaba la atención el tamaño y forma de sus orejas y el zarcillo que las adornaba como si fuera un reptil que se enroscaba alrededor de aquellas.

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