Eleusis Salvatierra, el amigo del Tambapalla

camino

(Un cuento de la tradición del olvido)

Se llamaba Eleusis Salvatierra. Lo conocían porque era bueno con todos y más aun con los débiles, a quienes defendía contra aquellos que querían hacerles daño. Protegía a las avecillas del campo y cultivaba flores, unos claveles traídos del ensueño y unas gardenias blanquísimas como la ternura. Tenía en su huerta las rosas más hermosas de todo el valle sureño. Sabía injertar como nadie. Su mano era prodigiosa: planta que trasplantaba, planta que desarrollaba plena. Siembra que efectuaba; lo hacía ya con su cosecha abundante. Amaba la tierra, el agua, el sol, la vida al aire vasto; el campo era su piel, sus ojos, su tacto, su risa.

El rancho donde vivía era sencillo. Una casita de adobe y caña, de patio siempre limpio y con flores silvestres entre las enredaderas, Siempre atento para acoger al visitante con chicha de jora o un plato de tortilla de camarones; a veces invitaba un sabroso vino semiseco o una copita de aguardiente puro de uva… Al final de la visita, obsequiábale al amigo o a la amiga una canastilla de higos, si era la época, o de duraznos o de uva italia o moscatel si era el tiempo, o una vasito del oro dulce de las abejas. Era una bellísima persona don Eleusis Salvatierra. Le decían Humalante; nombre que él recibía con agrado porque tenía en mucho orgullo ser aimara. «Yo desciendo de la noble y orgullosa raza de los collas —decía—. Nosotros vinimos a este valle mucho más antes que los barbudos; dominamos la piedra, el desierto y el rayo; al agua le enseñamos a querernos; a la tierra que nos regale su ternura», explicaba. Tenía la sencillez de la gente andina y la amplitud de espíritu de sus creencias. Había venido de niño de las altas cumbres; aquí aprendió a amar el valle, sus quebradas, sus ríos. La tierra era fértil y generosa, a la que siempre entregaba las primicias y las más hermosas y fragantes rosas. Era Eleusis consejero y hermano carnal de la coca; era para él una hoja maravillosa, le hablaba como si ella le entendiera y le descubría sus secretos; las hojas también confiábanle sus enigmas… No había noche que no conversaba con su amiga; muchos le pedían que consulte su destino a la hoja amada. Él pedía la respuesta a la simbología de la lluvia de las verdes hojas, a su geografía desparramada sobre la mesa, a los recovecos de sus delicadas nervaduras, a las quebraduras de sus bordes, al sabor de su dulzura o de su amargor. La coca le decía sus más íntimos designios…

¿Quién no conocía a don Eleusis Salvatierra en todo el valle sureño? Estaba aquí, allá, y más cerca. Siempre solícito para la ayuda, para el trabajo: ora agarraba el zurriago con destreza de gañán; ora la barreta pesada para ablandar la tierra de los viñales; ya las yerbas malas salían con velocidad inusitada del terreno que se necesitaba para la siembra de las papas, del maíz, del trigo; ya el corte de la caña brava en su punto y en su luna, se arrumaban rápidamente en cargas y cargas; la leña se amontonaba bajo el filo del hacha en el patio de la casa… Era don Eleusis el compañero de la música. Su ranchito se poblaba de melodías que su voz entregaba a la noche con la ternura propia de quien la ama; su guitarra se volvía un ramillete de trinos al conjuro de los dedos rudos, que adquirían la suavidad de la brisa al bordonear las cuerdas y al rápido rasguido de los acordes y al acompasado son de la melodía insinuante, tibia y airosa, a veces alegre, a veces melancólica.

Eleusis Salvatierra era el día, era la tarde, era la noche; era las horas que van y vienen. Era el mismo tiempo que no tenía reposo ni reparo; siempre antiguo y siempre nuevo. Recorría el río como si fuera su corriente. Era la semilla que el viento llevaba de uno a otro sitio. Era la abeja retozona que libaba la dulzura de las flores; era la obrera que transformaba el polen en miel; era el agua dulce de la tierra. Era el amigo, el guía, el peón libre, el médico de las plantas. ¿Qué no sabía Eleusis? ¡Qué no era don Eleusis! Con decir que era médico, profesor, ingeniero, agrimensor, tejedor…, pero más que todo era soñador. Protegía las aves. Si hallaba herido un pichitankaya, un gorrioncito, lo curaba. El animalillo huraño quedaba calmo en las manos prodigiosas del humalante. No cazaba; no le gustaban los cazadores; a los niños que iban con sus hondas por los matorrales, les reconvenía que no mataran las avecillas; les hablaba que tenían sus hijos, que los hijos tenían sus mamitas así como ellos tenían su familia: los pajarillos también tenían sus hermanitos, sus hermanitas, su mamita…, les decía.

En las épocas de avenida, don Eleusis recorría, desde allá, en la lejanía de las alturas andinas, hasta la desembocadura, acá, lejos también, en las playas del mar, el camino del rebelde Tambapalla. Era el río amigo y enemigo. Era el río bueno y el río malo. Tal vez no; pero nos decía que hay que prevenir; prevenir y prevenir, aconsejaba el humalante. El agua violenta no respeta nada; sólo respeta a quien se cuida y a quien trabaja. Cuando alguien cortaba los arbustos de las márgenes del río, recibía una llamada de atención de don Eleusis; luego él con dedicación traía más arbustos para que enraícen en el lugar depredado. Si alguien hachaba un árbol, el corazón le dolía grandemente: ¡Cómo era posible que alguien talara un árbol a la vera del río! ¿Quieren que el río los devore con su violencia veraniega? Y plantaba estacas frescas por todo sitio de las márgenes del río. Decía cuántos más árboles tengan las márgenes, el río más tranquilo hará su viaje al mar… ¡Quién como él para armar los famosos «caballos!». La fuerza de sus brazos se duplicaba al levantar las piedras que lanzaba con precisión para ajustar los tremendos troncos de los «caballos». Conocía al dedillo las vueltas que daba y daría el río; y en ese lugar preciso hacía levantar las defensas. ¡Sólo para los «caballos» deben cortarse los árboles!, afirmaba rotundo. El árbol es el mejor amigo del hombre, sentenciaba. Y recorría ayudando a todos a levantar sus defensas. Después, volvía sobre sus huellas por el borde del río, y veía con satisfacción la cadena de «caballos» desperdigados por las márgenes del Tambapalla. Y sonreía. El río no iba a invadir los terrenos de cultivo. Efectivamente, las lluvias llegaron; las aguas se enturbiaron; el caudal aumentaba y aumentaba. Y una noche, que nadie quiere acordarse, el río arremetió su furia contra las márgenes del río; el miedo en los hogares sobrecogía; los agricultores con sus lámparas observaban la violencia espumosa y gutural de las aguas ondulantes…; pero allí fuertes, sólidos, rústicos, poderosos, los «caballos» demostraron su eficacia… El río calmó su violencia, y siguió rumbo al mar… Eleusis Salvatierra sonrió porque el esfuerzo colectivo había dado la seguridad a las familias, a las chacras, a las granjas…

Nadie sabe en qué momento Eleusis Salvatierra dejó nuestro valle. Unos dicen que como estaba viejo se fue a morir a la tierra de sus mayores. Otros dicen que se perdió por el templo que sus antepasados construyeron en Omo; otros dicen que no ha muerto, que sigue caminando por las riberas del Tambapalla. A veces se siente el sollozo del viento, dicen que es Eleusis Salvatierra Humalante que se queja porque están destrozando su río, sus aguas, su aire; el valle que tanto amó y que le enseñó precisamente a cuidar la Tierra de sus viejos ancestros.

Esta es la tradición olvidada de don Eleusis Salvatierra, conocido también como el Humalante, que dedico a Viviana con uve, porque fue ella quien la inspiró.

 

VÍCTOR ARPASI FLORES.

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