Así murió…

Mariano Melgar

Sintió el chasquido de los percutores de los viejos mosquetes. Una razón le impuso mantenerse delante del pelotón de fusilamiento: el dominio de su miedo. Su rostro acusaba la noche pasada en vela esperando la decisión final de sus captores. Sabía que la sentencia era la muerte. No estaba arrepentido. Su muerte, pensaba, sería el derrotero por donde irían otros, y muchísimos más, para la lograr la libertad de la patria que aún no todos vislumbraban en sus amplios alcances.

Estaba allí, frente al pelotón de fusilamiento. Uno de los verdugos se le acercó y quiso vendarle los ojos. Hizo un gesto de rechazo. Haría frente a la muerte con entereza. La patria y Silvia eran el fuego que devoraba su corazón. La pasión por ella era la vida en su sangre; la patria era el corazón mismo que lo mantenía en pie. La inalcanzable Silvia, quien le impuso la dura cadena de la aflicción y que no hallaba más remedio sino en la muerte, estaba cerca y lejana. Era dolor y amor.

No, no moría por ella; pensaba. Miraba los diminutos orificios de los mosquetes de sus enemigos. Allí, delante de él, desconocidos iban a matarle. Su alma estaba llena de una decisión tenaz: ¡La libertad de la tierra donde había nacido! ¡La libertad de quienes más amaba! Su anciano padre, allá en la casona sobria, rodeado de sus hermanos y hermanas, lloraría su muerte. «¡Que Dios te proteja, hijo!», le había dicho; luego, el silencio y el enjugarse de lágrimas; el abrazo callado de la madre; las lágrimas de hermanos y hermanas… Y partió. Partió a la luchar por el ideal que había construido viendo a las humildes gentes de la sierra heridas, despreciadas y crucificadas una y otra vez en las minas, en los obrajes y en los campos; donde un animal era mejor tratado que aquellos miserables hombres y mujeres de piel cobriza.

I fue a enfrentar a su destino. De los rebeldes, era el auditor de guerra, y la cobardía no cabía en su alma. Sus dos excelsos amores le infundían la fuerza suficiente para soportar las duras jornadas de la campaña. Ahora, ante los malignos ojos oscuros de los mosquetes, pensaba: «Si Dios hizo que toda criatura naciera libre; ¿por qué el hombre no tiene que serlo? ¿Por qué unos son libres y otros, esclavos?»… El chasquido de los percutores resonó en la frialdad de la cordillera. Y aquél, quien sería el mártir de la libertad del Perú, mirando a sus ejecutores sin rostros y sin nombres, se preguntó: «¿Sólo la muerte ha de liberarnos?». De pronto, el estampido de una descarga quebró el pesado silencio. El poeta, porque era poeta, abrió la boca como queriendo atrapar el aire que se iba a borbollones rojos de su pecho. Luego cayó de rodillas, y desplomose sobre la helada tierra… En el cielo, extendía sus alas el ave milenaria de las nevadas cordilleras como si rindiera tributo póstumo al hijo de la patria que nacía de la muerte de sus mismos vástagos…Así murió Mariano Melgar.

 

Víctor Arpasi Flores

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