Un muchacho sencillo…

Un muchacho sencillo

La tierra estaba dura, casi pétrea, con costurones blanquizcos donde agonizaban arbustos, cardos, cactus… La sequía estaba dejando los campos, antes fértiles, como desiertos inacabables. ¿Cuánto tiempo de esta calamidad insufrible? Habían transcurrido nueve años, y parecía una eternidad. En el pueblo, la gente desesperaba; no sabía qué hacer. Algunas familias habían decidido irse a otras tierras. Pensaban que era la única manera de superar la desgracia que les había caído como una maldición. Pero, al llegar el décimo año, la decisión de salir del pueblo se volvió un imposible o una tragedia. No se sabe cómo ni cuándo se habían ido incubando terribles seres que aparecieron con sus cuerpos y rostros deformados por una sonrisa purulenta de odio. Surgieron de alguna sombra maldita y cruzaron las calles polvorientas de aquel casi agónico pueblo, y arrastrando sus poderosas patas fueron dejando sinuosas marcas por los cuatros caminos que tenía el pueblo. Se dirigieron hacia los cuatro puntos cardinales.

Desde aquel entonces, a las salidas del pueblo, pasado un recodo, se hallaba uno de esos extraños seres, tenían alas y rostro humano, y en sus pies resaltaban largas y potentes garras. ¿Quiénes eran o qué eran esos horribles seres? Nadie lo sabía. Nadie sabía cómo se habían ido formándose en las entrañas mismas de ese casi abandonado pueblo. Nadie tampoco podía abandonar aquel ahora maldito lugar. Nadie. Sin embargo, no faltaba quien se aventurara a hacerlo. Muchos no regresaban, y los que lo lograban, contaban que el monstruo se les presentaba primero con mucha dulzura, luego les decía que si no respondían a sus preguntas, iban a formar parte de la legión de sus esclavos, o morirían desgarrados entre sus garras; luego profería una escalofriante carcajada que enloquecía. Esto contaban quienes habían sido capaces de huir de esas bestias… ¡Todos los senderos estaban vigilados por esas arpías, surgidas del mismísimo infierno! ¡Estaban atrapados sin remedio! La gente lloraba, se lamentaba, gritaba….El terror fue invadiendo casa por casa, calle por calle, barrio por barrio. De igual manera el hambre, martirizaba los vientres de los niños y niñas, de los mayores, de las mujeres, de los ancianos. Los hombres aguantaban; comían apenas lo suficiente para que los menores tengan un poco más de alimento. Las madres con mayor abnegación cuidaban de sus pequeños.

Pasaron los días, pasaron las noches. De pronto surgió una voz, surgida de la desesperación, y fue recorriendo toda la comarca:

―¡Reunión! ¡Reunión! ―decían― ¡Reunión! ¡Todos a la plaza! ¡Todos a la plaza! ―¿De quién fue la idea de reunirse? Nadie lo sabía. Alguien dijo «¡A la plaza!», y todos repetían en cada puerta «¡A la plaza!», y a la plaza fueron acudiendo como atraídos por una fuerza irresistible…

Y el pueblo se fue juntando y juntando…La plaza rebosaba de pobladores: hombres, mujeres de todo nivel, pobres, ricos, nobles, plebeyos, blancos, oscuros, altos, bajos, niños, jóvenes, adultos, ancianos… ¡Todos estaban allí! Tal vez esperaban oír que ya no había peligro, allá, en los linderos del pueblo. La gente estaba contrita, asustada, silenciosa. Y como si despertara, se levantó un rumor que iba de uno a otro lado. Nadie sabía quién había llamado a la población. Nadie. Nadie, tampoco, asumía un liderazgo. De improviso, alguien trajo un banco, y, de en medio del bullicio, salió un hombre, grueso, robusto, alto, de poderoso pecho…Su andar era pausado. «¡Es el herrero!», se oyó musitar. «¡Es el herrero!», decían. El hombre subió a la banca,… ¡Todos guardaron silencio! Esperaban la buena noticia; esperaban escuchar que los monstruos habían desaparecido… Sin embargo, el hombre con voz tronante dijo:

―¡Estamos aterrados! ¡Estamos peor que en una cárcel! Ciudadanos, ciudadanas, no podemos seguir así. ¿Alguien sabe los nombres de los monstruos que cierran nuestras calles? ¿Alguien sabe de dónde vinieron?…

Todos movieron la cabeza de un lado a otro como diciendo que no lo sabían.

―¡Oh, no lo saben! ―siguió el herrero―. ¡Las fieras que nos encarcelan de esta cruel manera son la Envidia, la Mentira, el Odio… y el monstruo más abominable es la Falsedad! Cuando alguien se enfrenta al monstruo, este les pregunta «¿Eres envidioso?», y si le responden que no, el monstruo lo despedaza, porque como el monstruo es la Envidia o la Mentira u otro vicio maldito, no pueden engañarle, porque poseen unos ojos rojos que penetran hasta lo más hondo del alma. ¡Y así son destrozados, porque no reconocen lo que son! ―Ante estas palabras todos quedaron enmudecidos. ¿Cuál de ellos no era mentiroso? ¿Cuál de ellos no era envidioso? ¿Cuál de ellos no guardaba odio en su corazón? ¿Quién no era falso?… Todos en su interioridad ocultaban una de estas maldiciones que les carcomía la vida…

El herrero al observar el profundo silencio de los vecinos, exclamó:

―¡Solo alguien que sea puro de corazón, ha de ser capaz de vencer a los monstruos que nos rodean! ¿Quién ha de ser? ―Un silencio más pesado que el granito cayó sobre la plaza.

Una voz salió de la multitud:

―¡Tú, herrero! ¡Tú eres fuerte! ¡Tú eres honesto!

―¡No puedo! Yo…muchas veces no he puesto el hierro necesario para sus herramientas….―dijo arrepentido el viejo herrero.

Otra voz dijo:

―¡Que vaya el maestro de escuela!

―Ha muerto― dijo desolado el herrero.

―¡Que vaya el santo padre de la iglesia!

―¡Se resbaló apenas llegó ante el monstruo y se golpeó con una aguda piedra la cabeza.

Y así fueron nombrando los candidatos. Unos habían sido ya destrozados por las garras de los fatídicos seres y otros se escondían en la muchedumbre….El desánimo fue cundiendo entre todos…El herrero impuso en su voz la esperanza, y dijo:

―Tenemos que encontrar esa persona sencilla e inocente, a quien los vicios de la mentira, el odio, la falsedad no la hayan contaminado… ¿Cómo podemos saberlo?

―¡Abridme paso! ¡Abridme paso! ―reclamaba un ágil anciano que llevaba en la mano una palangana―. ¡Déjadme pasar! ―gritaba. Al llegar cerca del herrero, le extendió uno de los brazos, a fin de que le ayude a subir sobre la banca…

―¡Pueblo de insensatos! ―comenzó diciendo el anciano. ―¡Reconozcámonos pecadores! ¡Reconozcámonos tales como somos, hijos del desierto! Mas, de algo no tengo duda: en medio de nosotros hay más de uno que sea puro de corazón… ¡En medio del desierto siempre suelen crecer las más hermosas plantas! Por eso, aquí tiene que haber alguien que nos puede salvar: un hombre bueno o una mujer buena; incluso un niño o una niña…Yo guardaba como un tesoro esta agua maravillosa. Quien ponga sus manos en su frescura, sabrá si su alma es pura o impura. Vamos…No retrocedáis. ¿Quién se atreve a dar el primer paso? ―Y el anciano adelantó el recipiente hacia la muchedumbre que se arremolinaba delante de él, como que se acercaba como que se retiraba.

―¡Aquí está el agua mágica que nos dirá quién lo es! ―Y enseñaba a la multitud la palangana. Sólo el murmullo del miedo fue la respuesta.

Y el anciano siguió clamando:

―¡He aquí el agua de la pureza! Quien introduzca la mano en esta fuente y el agua no cambia de color, ¡esa persona es la elegida! ¡El agua le dará la fuerza necesaria para vencer a los monstruos! ―Todos levantaron el rostro; luego escondieron sus manos. No querían pasar la prueba. Aquellos que se animaron a introducir su mano en el agua, sufrieron no sabemos si un alivio o una vergüenza, pues el agua cambiaba de color. ¡No había un vecino honesto! «¡Moriremos todos!», pensó el herrero.

Después de varias horas, ya nadie quería pasar la prueba. Todos habían empezado a reconocerse cómo eran realmente. De pronto, de en medio de la multitud se fue abriendo paso un joven que se acercó a donde estaba el herrero. Su figura denotaba serenidad, confianza, y se colocó al costado del herrero. Al lado de este, parecía un cachorro de león junto a un poderoso rinoceronte.

―¡Hermanas, hermanos! ―empezó diciendo el mancebo―, acabo de dejar delicada a mi madre, está tranquila en su lecho. Le dije que iba a acudir al llamado del pueblo, y me dio su permiso. No voy a preguntar por qué nadie puede o no quiere enfrentarse a los demonios que nos oprimen. Cada quien tiene que responderse a sí mismo. No sé si en mi corazón haya envidia, odio, venganza, rencor, mentira, falsedad, lujuria…Soy sincero, no lo sé. Pero, una verdad sí es una verdad. Y esa verdad se relaciona con mi madre: Debo llevarla al pueblo vecino para que vea a su madre, a mi abuela; porque ésta se aproxima a realizar el viaje a la Eternidad, y es justo que mi madre quiera verla por última vez. ¡Amigas y amigos, permitidme ir a hablar con los horribles seres!…Yo no tengo miedo…

―¡Que meta la mano en el agua justiciera! ―gritó una voz desde un sitio donde nadie se diera cuenta de quién era..

―¡Sí! ―rugió la multitud.

El herreno le acercó la jofaina llena del agua clarísima. El joven introdujo sus dos manos…Y todos esperaban el resultado… El herrero miró con tosca ternura al joven muchacho a quien amó desde cuando jugaba con su inocencia en medio de los carbones y las cenizas; cuando llevaba el agua para templar el acero…Miro el agua…y esta fue poniéndose aun más reluciente…que de entre ella surgió rayos de luz…Todo murmullo desapareció de la plaza.

―Anda, hijo mío. El destino te ha designado a ti. Todo miedo que tengas ha desaparecido. El agua maravillosa te ha dado el poder suficiente para que salgas victorioso. Ve, hijo― dijo el anciano. El muchacho bajó de la banca y apenas piso el suelo, la muchedumbre se abrió cediéndole el paso. El joven se dirigió hacia el final del camino, hacia el sur, donde se hallaba el engendro de la Envidia… El tiempo se fue deteniendo, cuando de pronto se escuchó un horrible alarido. «¡Pobrecito!», murmuraron una y mil voces. En medio de la consternación del fracaso, el muchacho apareció caminando con paso lento. No había en su corazón ni rastro de envidia. Siguió caminando. Todos le miraron estupefactos, y se hacían a un lado. El muchacho se perdió por el oscuro sendero del norte…La población esperaba, esperaba…Un alarido, mucho más terrible que el anterior…Ahora, nadie musitó palabra alguna. El muchacho no guardaba odio en su pecho; ahora se dirigió al este. Al cabo de un momento, otro horrendo grito. Pasaron las horas y no aparecía nadie. Cuando se preguntaban ¿qué habría pasado?, un potente rugido casi rompió los tímpanos del pueblo, luego un «¡ay!» largo, largo, se fue extendiendo por los aires…Por último, como si un volcán erupcionara, la tierra comenzó a temblar … Y allá, lejos, lejos, por los anchos espacios, las nubes se fueron arremolinando, primero fue un rojo bermellón lo que fue cubriendo el cielo, luego oscuras nubes se apilaban y apilaban unas sobre otras…Y un viento fresco comenzó a soplar por entre las calles y la plaza…

―¡Allí! ¡Allí! ―gritó alguien. Y ‘allí’ vieron venir al muchacho con paso cansino, sudoroso, pero sereno. Traía en sus manos una cabeza. Era la cabeza del monstruo, cuyos ojos aún parecían tener vida. Quienes se acercaban desviaban la vista: no podían sostener la mirada de esos ojos muertos…

El muchacho amontonó leña y puso allí la cabeza de la arpía de los cuatros senderos; luego encendió la hoguera; y al llegar el fuego a la cabeza, esta se convirtió en un resplandor y desapareció.

El muchacho subió a la banca y dijo sencillamente:

―¡He cumplido! ―, luego bajó y le dio un abrazo al herrero, al cual le dijo en voz muy tenue: «Cuando les dije que no tenía miedo, les mentí…Voy a ver a mi madre…, padrino»

―Gracias, hijo ―musitó conmovido el viejo herrero―, gracias…

El muchacho comenzó alejarse con paso lento…Así como se fue alejando, empezaron a caer gotas de lluvia; primero, leves; luego, con más intensidad. La sequía dejaba de ser…

Víctor Arpasi Flores

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